Ser y Naturaleza
Estas disquisiciones que pudieran parecer baladíes fuera de los ámbitos filosóficos tienen, sin embargo, su importancia para el conjunto de la especie humana. Pues del enfoque que se haya dado a esa cuestión en una sociedad concreta (un subsistema humano) se habrá podido obtener un mayor o menor grado de conocimiento respecto de todo el sistema en su conjunto (naturaleza), y por consiguiente un mayor o menor grado de control respecto del entorno. Históricamente hablando pueden entonces detectarse periodos de avance, retroceso o estancamiento en nuestro saber y en sus aplicaciones prácticas en la medida en que la opción divisoria -la que niega ser en las cosas sensibles- haya tenido menor o mayor importancia en la ideología de lo cotidiano de una cultura. O dicho de otra manera: de ese posible grado de nuestro saber y de sus aplicaciones prácticas se habrá derivado un diferente grado de bien estar (avance, retroceso o estancamiento) respecto de la naturaleza de la que formamos parte.
Principios sencillos de la Física (de la Hidrostática en particular) como el de Arquímedes no hubieran sido posibles si el investigador no hubiera concebido un fundamento (ser) en el interior de los fenómenos observados. Gracias a este punto de vista, que llamamos empírico, es posible pasar de la techne a la episteme -del saber práctico (técnica) al teórico (ciencia)- y volver desde éste a aquel en ese circuito fructífero y transformador que es la praxis (Morin, 1986), tal como y como lo prueba, en este caso concreto, el hecho de que conozcamos la obra de Arquímedes a través de un ‘técnico teorizador’ como es Vitrubio y sus Diez Libros de Arquitectura.
Sobre este particular, y sobre la importancia que tiene el modo de relación entre el hombre y el resto de la naturaleza, podríamos recordar que la constatación de que un tronco flota es algo que puede ser vislumbrado por cualquier homínido. Sin embargo fueron precisos unos veinticinco mil años hasta que, en el mesolítico, el homo sapiens desarrollara sistemáticamente (no circunstancialmente) el transporte acuático (Beals y Hoijer, 1968, 439), y otros cinco mil hasta la formulación de un principio teórico -el de Arquímedes, válido para cualquier tipo de materia- por el que se expresaba un comportamiento constante en la materia misma, comportamiento cuantificable mediante el enunciado que constata que “la pérdida de peso de un cuerpo sumergido es igual al peso del líquido desalojado” (Kistner, 1934, 21), siendo indiferente tanto el tipo de cuerpo como el del líquido que desaloja. La posibilidad entonces de desarrollar ésta o cualesquiera otra formulación general (Mecánica, Medicina, etc) por medio de la cual se pueda establecer una(s) constante(s) en el comportamiento de la naturaleza es pues factible en la medida en que el ser (humano) conciba ser en las cosas, y no reduzca éstas a una mera apariencia de ser.
Para que esto tuviera lugar -y en definitiva para que se iniciara el lento despegue de las ciencias actuales- fue preciso que la brecha abierta por Parménides y ahondada por Platón (es decir la división de la realidad en dos mundos, uno auténtico, el de la mente, y otro falso, el de la materia) fuera rápidamente cerrada. A decir verdad esta brecha nunca fue plenamente asumida en el seno de la incipiente comunidad filosófica ya que siempre hubo pensadores para los que la constitución de la realidad estaba en la realidad misma, es decir en la experiencia de la realidad, fuera ésta de la naturaleza que fuere. Además, la pretensión explícita en Parménides y Platón de negar valor como fuente de verdad a la realidad sensible, a la realidad susceptible de ser experienciada, chocaba -y choca- con el sentido común. Ese problema (que en su grado máximo sería el problema del solipsismo, “este mundo existe exclusivamente en mi imaginación”, Foerster, 1988, 54) tiene una solución racionalmente difícil (el recurso fácil es emplear la razón imaginativa -dioses), y aunque se han intentado muchas argumentaciones para su solución quizás la mejor de ellas sea la no demostración de Moore dada en una conferencia titulada precisamente “Prueba del Mundo Exterior”. Su “aquí hay una mano y aquí otra” al tiempo que levantaba sucesivamente una y otra mano, constituye la prueba de la evidencia intuitiva, tan clara y distinta como cualquier otra, y tan fundamentadoramente axiomática como el primero de los axiomas, de suerte que “aquellos -si hay alguno- que están insatisfechos con estas pruebas [...] no tienen razones suficientes para estar insatisfechos” (Moore, 1972, 183).
En cualquier caso, las investigaciones transmitidas de Aristóteles (y otros; pienso fundamentalmente en Anaxágoras y Demócrito) darán lugar a esa otra corriente filosófica llamada a lo largo de la historia de diversas maneras (realismo, empirismo, y otros ismos, todos ellos con sus matices correspondientes), y para la cual el fundamento de la explicación de la paradoja orden/caos, constantes junto a variables, se encuentra a partir de la experiencia con las cosas sensibles puesto que somos con ellas lo que es (ser).
En la aceptación e impulso de esta otra corriente de pensamiento para la cual el (llamado) mundo sensible, el mundo empírico, es un factor fundamental del conocimiento, entiendo que ha sido y es básico la propia pulsión cognitiva o exploratoria presente en los códigos genéticos de nuestra especie (Morin, 1988, 74); estos han trabajado pues a su favor. Con ella, con esa pulsión cognitiva (el “todo hombre ama por naturaleza el saber” de Aristóteles) la especie ha alentado y animado el desarrollo de nuevas técnicas (y conocimientos) con las que situarse mejor en el medio, adaptándolo para su mejor bien estar. Desde la domesticación de animales a la agricultura pasando por el cálculo del tiempo y la construcción de pirámides (matemáticas, también en el sentido de precisas) la historia del ser humano está jalonada por esa pulsión.
Por ello, cuando en un momento determinado de la historia humana empiezan a aparecer conceptos para expresar lo constante en la naturaleza, no importa si alguno de ellos (el ser mental de Parménides, por ejemplo) parezca llevarnos a un callejón sin salida. La pulsión cognitiva de la especie deshará naturalmente el enredo (a la manera wittgensteiniana; utilizando el término en su acepción común) permitiendo el desarrollo de las ciencias parciales de la realidad puesto que toda ella, toda la realidad, es [8](como muy bien sabe cualquiera que haya vivido una inundación o cualquier otro hecho de la naturaleza, terremoto, huracán, o catástrofe a secas; ya se sabe “aquí hay una mano, aquí otra”).
Además, justo es reconocer que, pese a todo, pese a las diferentes posiciones filosóficas adoptadas frente al problema que supone explicar la naturaleza (es decir, encontrar racionalmente constantes, llámense Arjé, Ser, Átomos o Números) pese a que las opciones divisorias -aquí la materia lo falso, aquí el espíritu lo verdadero- son inmovilistas y peligrosamente cercanas a un determinado pensamiento religioso, los conceptos (racionales) por ellas concebidos han servido de acicate al desarrollo del pensamiento mismo aunque éste tuviera un enfoque diametralmente opuesto.
Comentarios o Preguntas son bienvenidos.