El asunto de las llaves

El tiempo y la ética

  …. naves ardiendo más allá de Orión.

 

El siguiente texto tiene un carácter privado. No obstante, más adelante pretendo hacerlo público pues creo que los acontecimientos lo merecen así como, y sobre todo, las conclusiones que de ellos se derivan.

 Sucedió algo menos de tres meses, en la semana a caballo entre Mayo y Junio, exactamente el miércoles 30 de Mayo del 2007.

Era la penúltima hora de mi jornada lectiva en el Instituto donde trabajo y estaba de guardia. Tras los primeros veinte minutos llenos de actividad metiendo niños en las clases, averiguando quién faltaba y quién no, acabé en el patio del Centro, en el área de las pistas de deportes, cuidando de un pequeño grupo de alumnos. Como estaban muy tranquilos –ni siquieran corrían- y yo tenía ganas de fumarme un cigarrillo, hacia las 13.30 les dije que iba a ir a mi Seminario desde el cual podía además verles (ya que la ventana da al patio como así les dije).

 Subí al Departamento y entré. Como la ley actual impide fumar completamente en los centros de trabajo y el fundamentalismo legislador ni siquiera ha permitido la existencia de una sala habilitada al efecto, como además siempre hay el/la/los tiquismiki(s) que te persiguen, te acusan y en definitiva te hacen la vida imposible, tenía escondido –bajo llave- un cenicero el cual usaba de vez en cuando. De hecho, no lo usaba casi nunca puesto que casi nunca coincidía el tener una hora disponible justo antes de terminar el día, cuando yo ya estaba seguro que nadie más iba a entrar en la habitación (pensando en los restos de humo, digo). En fin, unas condiciones de trabajo producto del fundamentalismo (el seminario es compartido con los de religión).

 Me fumé el cigarrillo, medio en verdad, eliminé los rastros, y guardé el cenicero bajo llave. Entonces ocurrió algo verdaderamente sorprendente. Me disponía a salir cuando de pronto tuve el sobresalto (no creo que haya otra palabra para describirlo) de sentir que la llave del armarito se había quedado en la cerradura. No el llavero entero, no, sólo la llave. Naturalmente era absurdo. La cerradura estaba limpia y el armarito cerrado. No obstante como el sobresalto había sido tan inesperado y fuerte, metí la mano en el bolsillo y saqué el llavero en el que estaban las llaves que yo usaba en el Instituto comprobando que ahí estaba la llave pequeña del armarito como no podía ser de otra manera.

 No le dí más importancia, y salí a terminar la guardia.

 Mi siguiente y última hora de clase era una en la que yo me encontraba muy a gusto. Era Psicología, una optativa con muy pocos alumnos con los que además me llevaba (en general) bien, muy bien. Teníamos para nosotros un aula de muy pequeñas dimensiones, con televisor incluido, que estaba justo al lado del Departamento y que permitía ese aire de familiaridad imposible en aulas mastodónticas (o simplemente grandes).

 Al subir a la primera planta, un alumno de los de Psicología me estaba esperando para hacer un examen que tenía pendiente. Entramos en el aula de informática –ya que el examen era de tipo test- y pedí permiso al profesor para ocupar un puesto de trabajo. Prácticamente no había alumnos, así que tampoco había problema alguno. Nos sentamos y abrí el cajetín para poner en marcha el ordenador usando mi propia llave. Una vez cerrado el cajetín, y cuando ya el monitor estaba empezando a cargar, volví a sentir esa sensación que había vivido unos minutos antes. Sentí que me había dejado la llave puesta en el cajetín donde se guardaba el ordenador . Miré, y como no podía ser de otra manera en la cerradura no había nada. Me palpé el bolsillo, y allí estaba el manojo de llaves. Por un momento estuve a punto de volver a sacar el llavero del bolsillo, pero literalmente me dio vergüenza, no sólo porque era irracional, sino sobre todo porque no fuera a verme alguien, ver que un profesor sacaba sus llaves para contemplarlas, ¡que absurdo!. Aunque esto era improbable –que alguien se fijara, ni incluso el propio alumno que tenía a mi lado enfrascado en su monitor- me abstuve probablemente más por lo primero, por lo irracional que resultaba. Las llaves estaban en mi bolsillo como muy bien podía palparlas con mi mano.

 Como la carga era lenta, decidí acercarme al aula de Psicología para abrirles la puerta. No quería que mis alumnos estuvieran en el pasillo. Al salir del aula de informática, y sacar el llavero para seleccionar la llave correspondiente (de un total de seis), mirando el manojo completo me dije “tu ves como está aquí”.

 En el pasillo, a muy poca distancia del aula de informática, estaban sólo cuatro alumnas (luego supe que las demás estaban haciendo un examen). Una de ellas se acercó a mí, y para no perder el tiempo le indiqué cual era del manojo la llave del aula y volví a informática para comprobar que el chico entraba correctamente en el examen. Tras terminar regresé a Psicología.

 El resto de la hora (la última del día además) fue muy anómalo, con las alumnas llegando a cuenta gotas. Como no era posible realizar la actividad que tenía prevista para aquel día, decidí que, mientra llegaba el resto, podíamos visionar un vídeo. Cogí el llavero que estaba encima de mi mesa, la mesa del profesor, y fui al Departamento –que está en la puerta de al lado-, abrí la puerta de una manera mecánica y cogí varios vídeos los cuales nunca estaban bajo llave (los alumnos no sienten tentación por los vídeos de naturaleza científica). Al final, no hizo falta puesto que empleamos parte de nuestro tiempo en hablar de cosas de la asignatura.

 Finalmente, faltando un poco menos de un cuarto de hora, y visto que ya no íbamos a hacer nada más, decidí acercarme a dejar los vídeos y así no perder el tiempo cuando sonara el timbre y poder salir a escape. Una vez en mi Departamento, pensé en que bien podía fumarme el medio cigarrillo que me faltaba, así que fui a abrir el armarito para sacar el cenicero. Al sacar el llavero y seleccionar la llavecita correspondiente me doy cuenta que no está. Estupor, sorpresa, pánico. ¿Qué he hecho yo para perder la llave?, durante unos brevísimos instantes intenté darme una respuesta. Vuelvo a mirar la cerradura, vuelvo a mirar el llavero, incrédulo ante lo que estaba pasando, y es entonces cuando me doy cuenta que también falta la llave del armarito de informática, faltan las dos pequeñas que estaban juntas en una anilla dentro de la anilla grande. Me han robado las llaves, y ha sido una de las alumnas. Vuelvo al aula y les digo que ellas me han robado las llaves. Silencio, respuestas incompletas. Yo estoy tan en estado de chock que no insisto. Suena el timbre.

 Para abreviar el relato diré que unos quince días más tarde la autora del robo lo confesó.

 Entre medias yo lo pasé francamente mal. Todo el buen clima que había en esa clase se había al garete. Todo el buen rollo, por expresarlo de una manera coloquial, se había ido al traste. El mal se había hecho presente.

 Lo me indignaba aún más no era tanto el robo de las llaves como la negación absoluta de haberlo realizado a pesar de que todas las evidencias racionales así lo indicaban (por supuesto yo no conté a nadie lo que de privado he relatado aquí, bastaba con la mera sucesión de acontecimientos que ya eran bastante explícitos por sí mismos).

 Y lo que ya me sacaba de mis casillas (en público me autocontenía a pesar de todo) era el recochineo. ¿No se te abrán perdido?, y ¿no se te han podido caer?, ¿y no estarían en otro llavero?. En fin tonterías (ellas podían ver que el llavero era de anilla sólida y resistente) que muy probablemente eran expresadas con maldad y con conocimiento de causa de los hechos.

 Pues, además de haber una sospechosa, según los hechos que había podido averiguar,  la cual en efecto resultó ser la culpable confesa, también estaba convencido que todas las demás sabían quién había sido, y que en las intervenciones mencionadas arriba -y otras de ese mismo estilo-, además de expresar una total irracionalidad  (¿para qué servía mi labor como profesor?) había una deliberada maldad en ellas.

 El problema además se agrababa pues tenía que ver a esas alumnas durante los quince días que faltaban por terminar. No era situación de la cual podía sustraerme. Enfrente de mí, tenía no sólo a unas irracionales mentirosas y encubridoras sino que además eran unas personas con una tremenda capacidad para la maldad, típicamente humana por cierto.

 Así que en un momento determinado decidí fantasear. ¿Qué me podría hacer bien?: que no existiera ese mal, que pudiera eliminar ese mal. ¿Cómo?: haciéndolo desaparecer, haciendo desaparecer a la(s) persona(s) que lo causaba(n)…. Pero no de cualquier manera. Tendría que ser de forma que devolviese tanto mal como el que se me había infligido.

En otro lugar ya he mencionado que el problema del mal es la apreciación subjetiva del mismo, y que esa apreciación lleva sin la menor duda a cometer excesos en su devolución.

Yo sabía que el asunto era sólo una “maldad adolescente” y con esas mismas palabras lo había verbalizado calificándolo. Pero una cosa es la razón y otra los sentimientos.

La irritación que me producía todo el asunto (el recochineo, la pérdida de la confianza, el mal rollo generado en definitiva) era de tal naturaleza que decidí fantasear de una manera catártica para liberarme de ese mal. Tenía que ser algo que no me produjera la más minima estimulación positiva. Algo me hiciera sentir un completo asco de la persona, o personas, sobre la cual fantaseaba.

 No voy contar aquí el relato de mi fantasía. De hecho, cuando empecé, hubo un momento en que –sin duda influenciado por una educación judeocristiana, ya se sabe, “no pensarás mal, etc.- dudé en seguir, pero como también sabía que únicamente era un ejercicio mental (que además todo el mundo ha hecho alguna vez) proseguí.

 Sólo diré que cuando terminé de elaborar –brevemente- la fantasía (totalmente cruel y horrorosa), me di cuenta que si realmente hubiera tenido el poder de llevarla acabo, si hubiera sido un sátrapa oriental, en el estado de ira que me encontraba seguramente lo habría hecho. De facto, la historia humana está llena de ese tipo de desatinos (por llamarlos de alguna manera), de odios materializados. Me vino a la mente el caso de un rey medieval castellano, quien mandó ajusticiar a la madre de un enemigo y en el cadalso, cuando ella estaba sujeta a un poste, él mismo introdujo su cuchillo en su cuerpo mientras retorciéndolo la llenaba de insultos. ¿Qué ofensas tendría guardadas respecto de esa mujer?.

 Naturalmente se podrían poner más ejemplos, pero es éste es el que me vino a la cabeza tras la tremenda catarsis (mi fantasía era infinitamente más cruel y prolongadamente dolorosa).

 La conclusión inmediata que extraí fue en realidad una reafirmación de una actitud sobradamente compartida en nuestros tiempos y que tiene su origen próximo en Locke, es decir lo excelente que resulta para nuestras sociedades humanas el evitar que la gente tenga el poder de hacer estas cosas. El problema es que insistentemente volvemos una y otra vez a ello –Camboya, Pol Pot, Bosnia, Ruanda, hutus, etc.-, y lo hacemos porque la pasiones, la ira, la rabia, la cólera, la saña, el rencor, la furia en definitiva, son parte de nosotros mismos en tanto que humanos.

 Pero sobre este tema debo hablar en otro lugar. Ahora me interesa lo que aprendí de todo esto, lo cual lo he contado poder contextualizar lo que sigue.

 Una vez terminado todo, una vez la alumna culpable reconoció la sustracción (con lagunas y más tontería adolescente, pero en fin), una vez terminado el curso y lejos ya de la presencia de los monstruitos, a pesar de todo no dejaba de reprocharme el no haber sido capaz de interpretar correctamente los dos momentos descritos al principio, los momentos de sobresalto en relación a cada una de las llaves. No, no había sido capaz de hacerlo. Me consolaba un poco (ya se sabe “mal de muchos …”) recordar la historia de aquel samurai practicante zen que cuando iba caminando con su joven criado aprendiz detrás de él tuvo el presentimiento de un peligro muy intenso. Luego supo por el propio muchacho, que además era el le llevaba su espada, que éste había pensado en un momento lo fácil que sería atacar a su maestro desde la posición en que se encontraba. Ignoro si esta anécdota es cierta, pero a mí me consolaba.

 Fue entonces cuando me di cuenta de que lo que había experimentado podía ser parcialmente entendido.

 Bien, y aquí, antes de seguir, un par de observaciones.

La primera es que me está costando mucho trabajo, mucho esfuerzo escribir este texto. Llevo en ello varios días, y realmente debo esforzarme en ponerme ante el ordenador quizás porque estoy convencido –en parte al menos- que no va  a servir para nada, que no va a ser de utilidad a nadie.

La segunda, tiene que ver con esto y con la parte del análisis que viene ahora.

Personalmente me molesta, y mucho, el pensamiento mágico. Creo que las cosas –las que fueren- tienen siempre una explicación …. Que a veces tardamos en encontrar. Por tanto, ni deseo ni quiero que las intuiciones, por así decirlo relatadas, al inicio sean interpretadas en el marco de ninguna “paraciencia”. De momento son hechos, y como tales hay que tomarlos.

Para explicarlo, para explicar esa actitud científica, se me ocurre hacerlo a través del fenómeno del “arco iris”. En la Biblia se da una explicación por la cual Dios despliega el “arco iris”simbolizando una concordia ante Noé. Es una explicación, que en sí misma no tiene el valor de ser empírico-racional. Es una explicación propia del pensamiento mágico.

Tuvieron que pasar siglos, muchos siglos, hasta que Newton descompuso la luz y mostró fehacientemente que era un fenómeno producido al descomponerse el espectro en determinadas condiciones de luminosidad y humedad [por cierto, ¡qué término usaron!, espectro]. Entre medias, los científicos medievales seguramente sabían que era un fenómeno meterológico pero no el cómo funcionaba. Y, mientras tanto, para el común de las gentes, el arco iris seguía teniendo un halo de misterio y de magia, hoy en día casi olvidado.

 El problema con las, por así decirlo, intuiciones mencionadas al principio, es que son percepciones de un sujeto, que pueden ser creídas o no. Lo cual me recuerda a Belarmino negándose a mirar por el telescopio de Galileo. Pero lo cierto es que son experiencias fáciles de comprender –en tanto que experiencias-, bien de una manera racional, bien experiencialmente por haber vivido en carne propia algo remotamente semejante. Es como el dolor de muelas de Wittgenstein. Yo no sé si realmente le duele una muela al otro o simplemente está fingiendo, pero sí puedo comprender el fenómeno porque en algún momento yo mismo he sentido incomodidad en alguna de ellas.

 La solución más fácil ante este tipo de acontecimientos es atribuírlos a la casualidad, una manera rápida de despejar turbulencias.

En este caso es simplemente imposible. No hay margen de probabilidad estadística (para la casualidad digo).

Tampoco puede ser producto de lo que suele denominarse”profecía autocumplida”, o lo que yo prefiero llamar “autoprogramación”, ya que en los hechos relativos a la substracción yo no intervengo para nada. De hecho, la persona que robó las llaves no fue la persona a la que yo se las había dado. La persona que las robó, para poderlo hacer simplemente se apoderó de ellas, se las quitó de la mano. Por eso se convirtió en la principal sospechosa, y luego culpable confesa: era la última que había estado en contacto con ellas.

 ¿Una premonición simplemente?. Bien, sí, pero creo que está implícito algo más.

 El momento del sobresalto inicial, el momento de la sensación que yo experimenté, fue muy similar –el sobresalto, el estupor- al que yo sentí al descubrir su ausencia hora y media más tarde. Subrayo esa similitud de sentimientos, identidad diría incluso, porque es muy importante.

 Esa similitud implica una alteración del tiempo. Un situarse en otro instante aun estando en uno diferente.

Lo más parecido que se me ocurre a esto es la propiedad cuántica de estar en dos posiciones a la vez. Pero esta última es una propiedad de la física de altas energías, y no de la macrofísica. No puedo por tanto aplicarla al suceso relatado. ¿O sí?

 El sentido común, y mis conocimientos actuales de física, me dicen que rotundamente no. A menos que la actividad físico química de nuestro cerebro –de la cual todavía tenemos grandes lagunas- obre o pueda obrar de una manera singular. De hecho, está claro (para mí al menos conforme a mi experiencia) que realmente sí obra de una manera “singular”, y que esta “singularidad” se manifiesta en niveles macrofísicos, con todas las consecuencias que esto puede implicar de cara a la supervivencia. Más allá de lo aparente.

 El porqué, el cómo se produce, al igual que lo del arco iris, en el futuro.

 

 

 

 

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