Adenda (añadido a Conciencia, muerte y religión)
Reflexiones acerca del tiempo y la Conciencia
Antes que nada pido disculpas por lo que pudiera parecer un autobombo. Las razones por las que utilizo fotos de mí mismo es porque es lo que tengo más a mano, y además son esas fotos las que me han servido para realizar una reflexión acerca del tiempo en conexión con los asuntos de este libro (Ética del Ser).
Asimismo, a semejanza de Charles Bukowski y su texto Shakespeare never did it, llegué a considerar titular el presente escrito algo así como Heráclito nunca lo hizo. Naturalmente nunca lo hizo.
Es decir nunca tuvo la oportunidad de confrontarse consigo mismo de una manera tan demoledoramente eficaz como la que podemos tener hoy en día gracias a los registros espaciotemporales que la técnica nos proporciona -la técnica, ese desarrollo en el tiempo del telos humano.
Esta confrontación en épocas pasadas sólo era posible recurriendo a la memoria a la que podíamos añadir -en el mejor de los casos- quizás alguna pintura representativa.
Por el contrario, hoy en día, gracias a la capacidad humana para pensar la realidad (cum putare) desvelando lo que hay oculto tras la apariencia y mostrando por tanto facetas del ser (es decir, lo que es siendo; http://filonet.es/realidad/tonteria.htm) gracias a ello, repito, podemos acercarnos a otra realidad que siendo nuestra sin embargo no lo es en términos absolutos
Pues, ¿puedo acaso decir que yo soy ahora el mismo que el niño de las fotografías?
Evidentemente no aunque sin la menor duda me reconozca en ellas, e incluso me aviven recuerdos del momento en que se hicieron.
Mi persona (¿máscara?) sería entonces el equivalente al río de Heráclito, en el que nadie puede bañarse dos veces pretendiendo que sea el mismo río.
Y lo mismo que he dicho respecto al niño lo puedo decir respecto al hombre que se muestra en la foto.
Nada que ver (del todo) con la persona mayor (tercera edad que dicen) que soy ahora, listo ya (aunque suene dramático, y me disculpo) para el pass away.
Pero, siendo honesto, de la misma forma que no puedo decir que realmente yo sea -en mi vejez y con mis enfermedades- el mismo que el niño o el hombre mostrados en las fotografías, tampoco puedo decir enteramente que no sea la misma persona. En tanto que ser con memoria no sólo me puedo reconocer como mí mismo, no sólo puedo reconocer mi mismidad, sino que como ente biológico sé que existe una continuidad entre los diferentes estados por los que he ido atravesando a lo largo del tiempo. Lo que soy ahora lo soy en función de lo que he sido antes.
Así pues a la pregunta ¿soy yo acaso ahora el mismo que el niño y el hombre de las fotografías? debería responder de una manera ambigua, pues ciertamente soy y no soy al mismo tiempo el mismo, y sólo dependiendo del punto de vista que adopte seré una cosa u otra.
Esta doble cualidad probablemente recordará al lector a algunas de las propiedades de la física no clásica. Pero por mucha ‘ingeniosidad’, por mucho ingenio que le eche al asunto lo cierto es que, al margen de las múltiples posibilidades que tengo de ser una cosa u otra y su contraria, es incuestionable que en un momento dado aparecemos en esa realidad que llamamos universo, y en un momento dado desaparecemos de ello. Es decir, nacemos y morimos, al igual que el resto de los entes.
Sobre ese particular, siendo aún niño (mayor que el de las fotografías pero niño a fin de cuentas, probablemente al límite de la adolescencia) me preguntaba de dónde venimos. O más exactamente “de dónde vengo yo”.
Al caminar por el centro del boulevard me maravillaba lo que veía produciéndome una alegría incontenible (ahora sé que estaba liberando mucha dopamina). Y me sorprendía que todo aquello fuera nuevo para mí.
Me habían explicado en el Colegio que tenemos un alma inmortal lo que significaba que mi alma no moriría. Pero también, aplicando el sentido común, pensaba que en ese caso mi alma existía antes de ser Yo, es decir la persona que era en ese momento. No entendía entonces el porqué las cosas me parecían nuevas si se supone que yo existía anteriormente.
Así pues, la pregunta obligada era “¿de dónde vengo?”, “¿por qué no recordaba nada?”.
Y me esforzaba por intentar recordar, por intentar averiguar de dónde venía. Lo que llegaba a ser doloroso puesto que por mucho que me esforzase no conseguía resultado alguno.
¿De dónde vengo? me preguntaba entonces. Y la respuesta ineludible acababa siendo “de mi padre y de mi madre”. No había más. Y si pretendía seguir con el proceso lo despachaba rápidamente con un “y ellos de los suyos”.
Todo esto que resulta hoy de perogrullo en un niño era todo un descubrimiento, y también (me doy cuenta ahora) toda una toma de posición. En ningún momento hacía intervenir la figura de un dios. Simplemente ni se me ocurrió.
Naturalmente tampoco pensé en el Big Bang que por supuesto desconocía por completo. A efectos prácticos me bastaba con la respuesta evidente acerca de mi origen, clara y distinta que diría ahora.
Mi conciencia -esa conciencia que muchos confunden con lo que se ha dado en llamar alma – surge entonces de un cuerpo concreto y de unos orígenes precisos.
O lo que es lo mismo, está ligada a una materia perfectamente delimitada, nuestro cuerpo, de tal manera que nace con él y, razonablemente, muere con él.
Sólo, quizás, realizando una profunda relajación e introspección para llegar a una suerte de no-pensamiento o conciencia sin adjetivos sería posible sentir esa conciencia como parte posible de otro espaciotiempo, de otras coordenadas espaciotemporales.
O dicho de otra manera, podríamos darnos cuenta que la conciencia bien podría haber surgido en otro país, en otra cultura, en otro ser humano.
Naturalmente esta afirmación (la de que a través de una profunda relajación e introspección pudiéramos alcanzar algún tipo de conocimiento) no tiene en sí misma valor científico alguno. Tómese si se quiere como una conjetura.
Además, aunque es cierto que disponemos de una cualidad que llamamos empatía gracias a la cual tenemos la capacidad de ponernos en el lugar del Otro, y aunque sí seamos capaces de acceder a otros lugares mediante la inmersión en discursos diferentes producidos por humanos (un templo, un juguete del pasado, un relato, un libro físico, etc.), en todos los casos el punto de partida es un Yo circunstancial. Y es desde ese yo concreto desde donde podemos hacer una aproximación a otros mundos y a las conciencias que los configuraron (barroco, gótico, románico, por poner más ejemplos en este caso arquitectónicos).
Así pues, el punto de partida es nuestro cuerpo. El cual tiene un inicio -el nacimiento- y un final -nuestra muerte, lo mismo que cualquier otro ente de nuestro universo.
No hay más.
Pues por desgracia, desde un punto de vista estrictamente empírico, nos resulta completamente imposible afirmar una posible existencia de nuestra conciencia más allá de esos dos puntos, nacimiento y muerte. Y cualquier intento de argumentación racional se topa con esos dos puntos mencionados.
Y así por ejemplo, el principio de conservación de la energía (“la energía ni se crea ni se destruye, sólo se transforma”), no nos proporciona certezas acerca de nuestra conciencia más allá de esos dos momentos. Imposible argumentar por ese camino.
Asimismo, podemos -como yo mismo he hecho unos párrafos más arriba- resaltar la cualidad de la empatía como una muestra de la capacidad de ubicuidad de la conciencia, pero entiendo que -aun siendo una muestra perfectamente racional- no es suficiente para llegar a ninguna certeza sobre este asunto. Lo impide precisamente el punto de partida, ese Yo circunstancial del que hablaba antes.
Todo lo cual nos lleva al espanto; es decir, resulta descorazonador y simplemente espantoso. Todas las injusticias, todos los horrores, todos los sufrimientos y/o alegrías quedarían limitadas a nuestra vida.
Por eso, ahora a veces, cuando veo a un crío o cría siento una cierta pena sabiendo de las incertidumbres, penalidades y desconsuelos que sufrirá por causa de la propia vida; la relacionada con él mismo pero también con sus seres queridos, padres, abuelos, etc.
Asimismo, ahora, a veces, puedo sentir una enorme y maravillada satisfacción al constatar la emergencia de una personalidad propia y diferenciada de sus adultos en esos humanos diminutos.
Es el misterio de la vida que no se deja desentrañar (el Ser que se oculta, http://filonet.es/realidad/medios.htm ). Un sinsentido.
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No obstante, invalidados los dos caminos argumentativos (Empatía y Conservación de la Energía) ligados con la actividad científica (células espejo y termodinámica respectivamente), no quedaría otra que recurrir a ‘razonamientos’ que habría que calificar como meramente subjetivos aunque en realidad tengan una dimensión intersubjetiva, semejantes al recurso al ‘dolor de muelas’ con el que Wittgenstein (Cuaderno Azul) se sirve para señalar la naturaleza mental e intercambiable de ese dolor.
El primero de ellos, es sin duda alguna el más subjetivo de todos aunque probablemente sea el más aceptado desde el punto de vista emocional (sólo emocional).
Se trata de la respuesta que hay en nuestro cerebro ante la devastadora pérdida de un ser amado.
Al parecer no es infrecuente que tras la muerte de alguien muy querido tengamos experiencias personales en las que el sujeto objeto del dolor se haga presente de una manera u otra. Ya lo expresó Homero cuando en la Iliada un asombrado Aquiles percibe la sombra fantasmagórica de su amigo Patroclo.
Esta presencia, esta aparición, resulta a veces tan real que no podemos menos que pensar en su realidad como algo objetivo, independientemente de nuestros deseos y afecciones.
Contribuye a ello el hecho de que son tipos de experiencias universales, prácticamente comunes a todos los humanos. Lo cual refuerza nuestra creencia en la existencia de la conciencia más allá de la muerte.
La segunda reflexión/argumentación no tiene, por supuesto al igual que la anterior, ningún valor científico.
Simplemente me llama la atención un hecho que casa mal con la percepción de una vida simple con una conciencia limitada.
En realidad, podríamos decir de una manera resumida que esa disonancia tiene que ver con la dimensión espaciotemporal de nuestro ser individual. O dicho de otra manera, ningún ser humano lo es en tanto que ente aislado. Todos y cada uno de nosotros somos (como ya se ha mencionado arriba al hablar del niño, el hombre y el viejo), en función de los que han sido antes. Y a su vez, de los que vendrán después.
En ese sentido tiene mucha razón la historiadora británica Bethany Hughes cuando dice: “”Preservar el pasado no es solo un ejercicio académico, sino que nos recuerda que estamos conectados con los hombres y mujeres que también caminaron por este lugar, y demuestra que, como especie, deseamos estar conectados entre nosotros”.
Esa necesidad de conexión también es importante (radical diría) en el ámbito de la acumulación y conservación de conocimientos ya que por suerte cuando nacemos no partimos de cero sino que incorporamos el bagaje de siglos de actividad humana, lo cual nos diferencia sustancialmente del resto de los entes.
Pues en efecto, la afirmación de que ‘ningún ser humano lo es en tanto que ente aislado’ puede hacerse extensiva al resto de los entes sean de la naturaleza que fueren. Una piedra, un colibrí, el cauce de un río, etc., lo son en función de lo que ha habido antes y de lo que habrá después.
Sin embargo, más allá de esa semejanza, hay una diferencia fundamental. Y es la adquisición de más y más conocimiento de suerte que -en tanto que especie- somos más libres que hace 100, 200, mil, cien mil años.
Desde la producción de alimentos a la superación de enfermedades pasando por nuestra capacidad para la movilidad (comunicación) y el aumento imparable de nuestra computación (cogitación), todo parece indicar una conducta teleológica cuyo propósito no es otro que la obtención del máximo conocimiento o lo que es lo mismo la obtención de la máxima libertad.
Podría decirse que ese aumento de conocimiento ha sido -en el tiempo que me ha tocado vivir- vertiginoso. Aplicaciones prácticas que eran absolutamente impensables en mi niñez (c. 1950-60) son hoy una realidad.
Sin embargo no creo que me equivoque mucho si pienso que esa percepción de ‘avance’ ha podido también ser vivida en tiempos pasados. La Revolución Industrial (1ª y 2ª), el Siglo de las Luces, las grandes Guerras Mundiales y sus innovaciones tecnológicas, el tiempo de los Descubrimientos en lo que llamamos Renacimiento, así como otros periodos que podíamos señalar, son muestras de ese vértigo que es el conocer.
Todo indica que esa progresión en el conocimiento continuará. Y que dentro de 50, 100, 1000 años, la capacidad de ensanchamiento de nuestra posibilidad de actuar fruto de esa pulsión por conocer que tiene la especie humana, será asombrosa.
Ignoro hasta donde nos llevará aunque una tentación es pensar que nos conducirá hasta la superación misma de la muerte.
Por supuesto, no lo creo.
Y no lo creo porque, si bien es cierto y muy evidente que hay una conducta teleológica en el sentido descrito más arriba, también es cierto que no somos una especie aislada y no es posible descartar algún acontecimiento/catástrofe que nos destruya antes de alcanzar ese máximo conocimiento al que parece que tendemos.
Pero es que además me resulta imposible concluir que ese máximo conocimiento dé como resultado la superación de la muerte en este lado de la realidad de nuestro universo antropocéntrico ya que la muerte es parte de la vida, es decir que son las dos caras de una misma moneda. Sin ella, sin la muerte, la vida no tendría sentido. O para ser más exacto, no tendría el sentido que para nosotros tiene ahora. Que no es otro que el de la superación de nuestras limitaciones, la superación de nuestros límites.
Ese ensanchamiento de nuestra capacidad de actuar -del que ya hemos hablado anteriormente- es lo que habitualmente entendemos como ‘libertad’. Pero ya hemos visto que – a tenor de los últimos descubrimientos neurológicos- no disponemos de libre albedrío (free will), con lo cual nos encontramos en una interesante paradoja. La de la libertad en el interior de la No-libertad.
En realidad, más que interesante, es una fenomenal paradoja. Pues la naturaleza, es decir la No-Libertad (pulsión cognitiva), nos obliga a ensanchar nuestro ámbito de actuación adquiriendo más y más Libertad en el seno de la misma.
¿Hasta dónde llegará esa Libertad?
¿Cuál es su límite?
¿Es un círculo virtuoso o un círculo vicioso?
En cualquiera de los dos casos, una manera de salir de ese círculo sería admitiendo la posibilidad de que más allá de la vida conocida hay otra que sobrevuela a la anterior, una suerte de metacírculo.
Lo cual no es óbice para pensar que, como ya se ha dicho, pueda sobrevenir un gran cataclismo que haga desaparecer a la especie humana. De la Naturaleza a la Naturaleza
.- Digresión muy pertinente sobre Teleología.
Uno de los problemas del concepto de teleología es que se la ha asociado a la argumentación aristotélico-tomista de las causas, básicamente, a la inicial y a la final. Es decir, se la ha vinculado a un ente imaginario, llámese Dios, Primer Motor o cualquier otra manera de expresarlo.
Ni que decir tiene que rechazo esa vinculación. Y en cualquier caso, si tuviera que expresar alguna diría -bajo tortura- que de la Naturaleza a la Naturaleza. Es decir, la causa inicial de nuestra existencia es la naturaleza; la causa final es asimismo la naturaleza.
Un círculo virtuoso.
Esa vinculación con un ente imaginario supuso el destierro de la teleología del pensamiento científico durante siglos.
Sin embargo, con la Segunda Guerra Mundial (ya se sabe que la guerra es padre y rey de todas las cosas) el concepto tuvo una inesperada revalorización.
En 1942, el gobierno de los Estados Unidos, a raíz de la reciente y obligada incorporación al conflicto, comisionó al MIT para investigar la forma de perfeccionar el tiro antiaéreo.
Una primera consecuencia fue que en Enero de 1943 se publicó un artículo titulado Behavior, Purpose and Teleology firmado (en este orden) por Arturo Roseblueth, Norbert Wiener y Julian Bigelow, en el cual no sólo se establecen las bases teóricas para el perfeccionamiento del tiro antiaéreo y en general para la creación de máquinas con un objetivo a cumplir, sino también lo que pocos años más tarde sería conocido como Cibernética.
Partiendo del behaviorismo, en el artículo se pone de manifiesto la existencia de una “conducta teleológica” que no es otra que aquella que está orientada a un fin, controlada por mecanismos de feed-back.
(El documento puede leerse aquí: https://courses.media.mit.edu/2004spring/mas966/rosenblueth_1943.pdf ).
En el caso humano, toda nuestra historia como especie parece orientada a una finalidad, con luces y sombras, con feedbacks negativos y positivos.
Esta finalidad simplemente es la obtención de conocimiento, el máximo conocimiento posible.
Y en ello estamos.
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Por último la tercera reflexión/argumentación no tiene, por supuesto al igual que las anteriores, ningún valor científico.
De nuevo, me llama la atención esa capacidad que tenemos de conexión con lo ‘otro’ tanto en el tiempo como en el espacio, pudiendo ser lo ‘otro’ bien una persona, un pensamiento, una situación …
En su versión más sencilla, o si se prefiere más simple, esta capacidad de conexión quedaría ejemplificada por ese tipo de coincidencias, que prácticamente todo el mundo ha vivido alguna vez, por la que -por ejemplo- estás pensando en una persona y te la encuentras al doblar la esquina, o justo en ese momento te llama por teléfono. O estás pensando en algo muy concreto y justo en ese momento otra persona repite ese pensamiento exactamente en los mismos términos.
Sería lo que se ha dado en llamar “casualidades significativas”.
Sin embargo, entiendo que esa capacidad de vínculo con lo ‘otro’ va bastante más allá de ese tipo de casualidades, pudiendo abarcar insólitas conexiones, semejantes -no iguales- a las que hice referencia en la primera reflexión.
O experiencias como la de aquel médico (lo siento, no puedo recordar su nombre ni el título del texto que el propio médico escribió) por la que dos pacientes desconocidos entre sí y sin haber mediado ninguna relación entre ellos, le cuentan exactamente el mismo sueño. Lo que naturalmente descolocó totalmente al médico hasta el punto de decidir ponerlo por escrito.
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A lo largo de mi vida he vivido (valga la redundancia) muchas “casualidades significativas”. Quizás demasiadas.
Normalmente se tiende a olvidarlas o a no darlas importancia salvo que por alguna razón u otra éstas te impacten en exceso.
De todas escojo relatar dos de ellas esperando que ayuden al lector a dimensionar esa capacidad de conexión con lo ‘Otro’ que mencionaba arriba.
Con la primera simplemente relato la primera vez que experimenté esa sensación.
Sucedió en Pau, en la ciudad de Pau, y yo tenía 12 años.
Mi padre, que era un gran viajero, me regaló un viaje con él cuando terminó el curso. Yo había sufrido una tremenda enfermedad, una infección bacteriana que casi me lleva a la tumba de la que salí gracias a los antibióticos (tres inyecciones al día durante un mes) y supongo que algo tuvo que ver con aquel maravilloso viaje.
En realidad fue la primera vez de muchas cosas. Fue la primera vez que viajaba a Francia; la primera vez que salía al extranjero sin el resto de la familia, sólo con mi padre; la primera vez que probé el vino de Burdeos en Burdeos (y aprendí que la competencia estaba en Borgoña); la vez que probé el chacolí en San Sebastián en un barucho (con perdón) en el minipuerto (y me pareció aguachirri); la vez que en la Plaza del Castillo corrí en torno a un toro de fuego nocturno; la vez que vi un encierro en la calle Estafeta desde la ventana del hotel y además vi a un cantante y compositor pop al que admiraba en un balcón cercano; la vez que le pedí un autógrafo a Orson Welles (mi padre, “mira, mira, es Orson Welles” y yo “¿quién”. Sacó un libreta pequeña y me dijo “ves aquel señor gordo que está sentado en ese bar pues ve y le pides un autógrafo”); la primera (y única) vez que vi una corrida de toros en Pamplona desde una barrera sin pagar por ello –nos colamos. En fin, un viaje para no olvidar.
Lo de Pau fue porque mi padre quería conocer la estación de Canfranc que estonces sí estaba operativa. Así que llegamos desde Zaragoza y desde Canfranc otro tren hasta Pau.
En Pau poco había que hacer. Hacer noche y al día siguiente marchar hacia Burdeos.
No recuerdo si ya habíamos cenado pero estoy seguro por lo que se verá a continuación que había una buena luna, cercana a llena (comprobado tras consulta al calendario lunar).
Paseábamos tranquilamente por el llamado Boulevard des Pyrénées. Este bulevar no es otra cosa que un gran paseo a modo de cornisa desde donde se puede divisar la impresionante cordillera pirenaica. Ya era de noche y apoyados en la barandilla del paseo contemplábamos en silencio la majestuosidad de los Pirineos en toda su extensión.
A nuestra izquierda había un kiosko de música que no veíamos. Tocaban algo que me parecía conocido. Súbitamente reconocí la famosa melodía de Rigoletto (questa o quella per me…) en el solo de trompeta que estaba oyendo. Me sorprendió que algo así pudiera tocarse con una trompeta, y que quedara bien.
Y allá a lo lejos, pero muy cerca, los Pirineos.
De pronto, en mi cerebro surgió la frase, el pensamiento, “parece Suiza”. Así, sin más.
Y lo dije en voz alta.
Mi padre me miró de arriba a abajo (todavía era más alto que yo) y con un tono que a mí me pareció de reproche me dijo: “Cómo puedes decir eso si tú nunca has estado en Suiza”.
Intentando defenderme busqué una explicación lógica, razonable, y dije “no sé, será por las postales”.
Mentira, yo no recordaba ninguna postal o fotografía hecha por él.
Y entonces, tras un instante de silencio mi padre dijo “Yo estaba justamente pensando eso”.
Y así supe que ese tipo de cosas podía ocurrir.
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El segundo relato es un poco más complejo, aunque adelanto que bien podría ser una alucinación, compleja pero alucinación a fin de cuentas. No obstante, en virtud de una experiencia similar anterior mucho me temo que podría no serlo.
Ocurrió en las proximidades del centro educativo donde trabajaba.
Resulta que el Ayuntamiento de la localidad (un pueblo de costa) decidió ampliar la zona azul de aparcamiento para recaudar más dinero de cara al verano.
El resultado fue que tanto la calle que daba a la puerta principal del Instituto como la mitad de una gran plaza cercana se vaciaron de coches. Al haberse convertido en zona azul resultaba imposible mantener aparcado el coche durante las siete horas de una jornada escolar completa (de 8:00 a 15:00 horas), no sólo por el coste (y el coñazo de las moneditas) sino sobre todo por la limitación de tiempo que imponía.
La consecuencia fue una acumulación de coches en zonas libres de pago y donde antes era relativamente fácil aparcar ahora resultaba imposible, teniendo que llevar el vehículo más y más lejos.
Yo, cuando llegaba sobre las 8 de la mañana, solía hacer un recorrido de más cerca a más lejos del Centro buscando encontrar plaza para poder aparcar.
Una mañana, un lunes, al girar en una pequeña calle que solía estar ya petada me encuentro para mi gran sorpresa que hay una enorme cantidad de huecos para aparcar. Al entrar descubro que la causa es que la habían convertido la en zona azul.
Hasta ahí, normal.
Sin embargo, ese mismo día, lunes, que era día de Claustro al ir andando con unos cuanto compañeros para coger los coches y volver a casa pasamos por la calle en cuestión.
Mi sorpresa fue mayúscula cuando al entrar en la calle veo que está a rebosar de coches. Ni un solo hueco.
Al avanzar un poco descubro que ya no es zona azul, que no hay ninguna indicación, ninguna raya, nada.
Naturalmente, lo digo en voz alta. “¿Pero esto esta mañana no era zona azul?”
Uno de los compañeros, un profesor de historia, me dice que no, claro que no.
Me callé.
Yo alucinaba en colores (simbólicamente según la expresión popular) y más tarde, y al día siguiente y al otro, inspeccioné la calzada a fin de descubrir un pintado y repintado de las líneas de aparcamiento. Era la única explicación lógica. Nada, allí no había la menor traza de cambio alguno.
Acabé dejándolo.
Dos semanas más tarde, otro lunes, al llegar y entrar en la calle en cuestión veo que de nuevo es zona azul. Muchos huecos. Y un poco más allá descubro que la otra mitad de la plaza que mencionaba más arriba también la habían convertido en zona azul, así como varias calles adyacentes.
Ya era la definitiva.
¿Qué había ocurrido?
¿Había vivido un salto en el tiempo o simplemente había sufrido una alucinación?
Naturalmente, para mi propia tranquilidad y salud, decidí que todo había sido una alucinación y procuré olvidarlo, no darle más vueltas al asunto.
El problema es que un par de años antes sí tuve una experiencia plenamente anticipatoria de algo que ocurrió un día después. Se trató de un robo de llaves cometido por unas alumnas. Y me afectó mucho.
Esa anticipación yo no tuve más remedio que considerarla como un salto en el tiempo, similar a la sufrida por Da Ponte solo que en mi caso con el agravante de haber ocurrido estando plenamente despierto y no a través de un sueño.
Todo lo cual enlaza con el asunto tratado en este libro, que no es otro que el de la no-libertad en un mundo determinado para ser libre.