Conciencia, muerte y religión

Conciencia, muerte y religión

Decíamos en “El sueño de Da ponte” que una de las constantes del ser humano era la de la búsqueda del conocimiento, y que siendo ésta la característica de su Ser la única opción ética posible era la de favorecer las condiciones sociales para que esa búsqueda del conocimiento pudiera tener lugar libremente. 

Sin embargo, es preciso reconocer que junto a la búsqueda del conocimiento existe otra característica del ser ser_humano que es antagónica a la anterior y que en cierta manera se constituye como su complementario a la par que su opuesto.  Es como el mal y bien, opuestos necesarios el uno para con el otro. 

Esta característica óntica no es otra que la necesidad de creer, es decir la creencia, la credulidad, la cual puede llamarse de muchas maneras: opinión, ilusión, fe.

De ella, por causa de ella, surgen los mitos, los charlatanes, los curanderos y toda clase de supersticiones.  Por ella, en fin, han surgido los rituales religiosos y, en definitiva, las religiones. 

El pensamiento ilustrado del siglo XVIII era consciente de ello y como ya indicó Hume en su Historia natural de la religión “los sentimientos ordinarios de la vida, el ansioso deseo de felicidad, el temor a la miseria futura, el terror a la muerte, la sed de venganza, el hambre y otras necesidades” son las causas por las cuales aparecen las religiones. 

De todos estos deseos y temores sin duda el de la muerte es el más poderoso. Y aunque los demás sentimientos mencionados por Hume son la causa de supersticiones de todo tipo dando lugar a charlatanes, “magos”, echadores de cartas, etc., sin duda alguna es la religión -cualquier religión- la que se lleva la palma, constituyendo la cúspide del pensamiento mítico (supersticioso en el vocabulario de los ilustrados del XVIII) en el cual millones de personas creen y confían sus esperanzas cualquiera que ellas sean.

Este vocablo, el de supersticiones, servía en aquel siglo tanto para describir a una religión como a un ritual mágico, y de hecho el ilustrado Casanova se aprovechó en más de una ocasión de la candidez supersticiosa de sus semejantes para obtener el beneficio económico al que su inteligencia y ausencia de escrúpulos tenían derecho. 

El aumento del conocimiento y su puesta en práctica sin duda ha mejorado nuestras condiciones materiales de vida, nuestro bien-estar, pero como ya dijimos más arriba ello no ha supuesto el menor progreso moral. Se mata, se tortura, se odia, se teme, se desea, etc. igual que antaño puesto que es parte de nuestra naturaleza. Y aunque gracias al progreso material ha habido, si lo comparamos con el pasado, un evidente retroceso de las religiones con toda su parafernalia de normas, coacciones y restricciones, éstas ni han desaparecido ni presumiblemente desaparecerán nunca. De hecho, en el tiempo en el que escribo está habiendo un horroroso repunte religioso acompañado de toda la inmensa crueldad que la creencia ciega (el fanatismo) lleva incorporado. 

Sin embargo, este antagonismo supone una no-dualidad, es decir un antagonismo no-dual, ya que existe un denominador común entre el creer y el conocer. En ambos casos, tanto en la necesidad de creer como en la necesidad de conocer, existe una exigencia humana por superar y controlar la realidad, una realidad que nos somete a  limitaciones de todo tipo, hambre, enfermedad, ausencia de afecto-amor, condiciones de vida (frío, calor), comunicación espacio temporal, dolor, muerte. Por ello, podemos decir que esa necesidad de superar y controlar la realidad significa un intento de apropiación de la realidad misma y no olvidemos que, como en el acto de fotografiar o de mirar a través de la cámara obscura o pintar un bisonte, “toda apropiación implica un deseo, y todo deseo una carencia”. 

Quizás por esta causa el fenómeno religioso ha sido una constante en la historia de la especie humana, al menos desde que tenemos pruebas de ello en el Paleolítico; e incluso (a tenor de los últimos hallazgos relativos al Homo Neandertal) parece que hay rituales de enterramiento entre los neandertales que sugieren que también en esa especie hubo actitudes religiosas en torno a la muerte.

 Y así, de la misma manera que las pasiones del alma (que dirían los racionalistas del XVII) nos mueven y nos motivan hacia la gran pasión que es el conocimiento, por estas mismas causas la especie en su conjunto está impelida, impulsada a creer, de suerte que uno y otra, conocimiento o creencia, nos ayudan a superar las limitaciones, las determinaciones que la realidad nos impone. 

De todas las determinaciones mencionadas sin duda la de la muerte es la más poderosa, la más definitiva, y por la cual somos capaces de inventarnos lo que sea con tal de superarla. Se entiende que cuando hablo de superar me refiero no sólo a hacerlo respecto de la muerte propia sino también de la ajena, la de los seres amados cuya ausencia definitiva nos produce una devastación sin límite y sin medida; literalmente, una devastación que no se puede medir

Por esta causa, por la necesidad de negar la muerte y el deseo de sobrevivir, el ser humano ha concebido un ente al que llama dios el cual sería el que generosamente otorgue una vida más allá de la vida. Buena o mala, cielo o infierno, reencarnación positiva o negativa, en función de los criterios (morales) absolutamente peculiares establecidos por sus sacerdotes.

 No pongo en duda que las religiones hayan servido de consuelo a los humanos, y por lo tanto hayan proporcionado alguna clase de bien (alivio al dolor). Tampoco pongo en duda que las religiones nos hayan legado preciosos edificios de culto por cuya dimensión artística o histórica solemos visitar en tanto que objetos turísticos.

 Pero de la misma manera que también han sido capaces de construir edificios espantosos (como el de la Sagrada Familia en Barcelona) las religiones han sido en su mayor medida un foco de mal (daño al otro), unas organizaciones para el fanatismo y la intolerancia. Capaces de asesinar con toda crueldad a los disidentes y a los extraños de su amigo imaginario. Un mundo de fantasías plasmadas terroríficamente en el mundo de las personas. De locos.

 Así pues, y sin la menor duda, en la balanza del beneficio- perjuicio en la que podemos colocar a las religiones, entiendo que éstas han causado más mal que bien especialmente por cuanto entran en colisión con la pulsión del conocimiento al que obstaculizan, reprimen y condenan.

 En la medida en que las sociedades humanas vamos superando las limitaciones, las determinaciones que la realidad nos impone, la influencia de las religiones en la vida cotidiana disminuye y crece la importancia de la ciencia tanto en sus aspectos teóricos como en los más prácticos. Hasta el punto que, en el largo plazo de la historia humana y su desarrollo, podamos lograr superar (vía Realidad Virtual, como ya dije) cualquier tipo de determinación culminando así todo tipo de deseo, todo tipo de pasión, buena o mala según los parámetros de la moralina

Sin embargo (siempre hay un pero), hay un elemento en las determinaciones de la physis al que considero imposible de superar puesto que forma parte de la misma physis, al igual que la vida -el nacimiento de la vida. Y éste no es otro que la muerte.

 Por esta causa considero que siempre habrá religiones, siempre habrá actitudes religiosas en tanto que seamos incapaces de responder a la cuestión de si hay o no algo más allá de la muerte.

 Lo lógico, lo empírico, es pensar que no. Que una vez desaparecidas las funciones que nos caracterizan como seres vivos simplemente desaparecemos. Es decir, que cuando deja de funcionar el conjunto de neuronas de nuestro cerebro entonces la Conciencia (de ese cerebro) deja de existir.

 Pues, no lo olvidemos, la Conciencia no es otra cosa que propiedad emergente de un sistema; en este caso del (sub)sistema que es el conjunto de neuronas cerebral.

 Para los no familiarizados con la Sistémica como instrumento de análisis científico debo aclarar que un Sistema se caracteriza por estar constituido por un conjunto de elementos con unas determinadas propiedades desde el que surge un nuevo elemento con unas características -propiedades- que nada tienen que ver con las de las partes que lo componen. Por ejemplo, una habitación como desde la que estoy escribiendo está formada por tabiques, puertas, quizás ventanas, suelo, etc. Ninguno de esos elementos constituye en sí una habitación, y sólo en la medida en que hay entre ellos una interacción organizada surge una propiedad absolutamente distinta que percibimos y llamamos habitación. O, poniendo otro ejemplo, el conjunto de piedras organizado que dejan de ser una mera agregación (suma) de piedras para convertirse en el Mont Saint Michel,

 En palabras de Searle para explicar la emergencia de la conciencia ésta sería como el agua que tiene la propiedad de ser líquida como resultado del agregado de millones de moléculas de H2O. Pero ninguna de esas moléculas tiene en sí la propiedad de ser líquida.

 Pues igual ocurre en el cerebro. De hecho, no existe ninguna neurona o grupo de neuronas que se ‘ilumine’, que se active, indicando la presencia de la conciencia en ellas. O dicho de una manera más simple, no existe ninguna neurona en la que resida la conciencia. Ésta sólo es el resultado (emergente) de la actividad del sistema neuronal.

 Así pues lo razonable y sensato es afirmar que una vez extinguida la actividad neuronal se extinga a su vez la conciencia que surge de ella.

 Pero, como ya hemos dicho, el ser humano se rebela contra esta imposición y aspira y desea su propia supervivencia así como la de sus seres queridos. Miles de miles de millones de humanos han pensado, piensan y pensarán que tras esa extinción existe una continuación de la vida en otro lugar espacio-tiempo.

 Y así, por causa de que en el fondo la idea es sumamente absurda ya que las evidencias empíricas muestran lo contrario, el ser humano inventa un(os) dios(es) que graciosamente otorga(n) ese don. Don, dádiva que a su vez va ligada a los comportamientos buenos o malos establecidos en virtud de unos criterios morales que como ya hemos visto no son más que una pura convención cultural que cambia con el tiempo y el lugar.

 Yo no sé -en realidad no puedo decir- que el ser humano sobreviva a la muerte. Pero lo que sí sé es que, de ocurrir, esto ocurriría de ‘oficio’, es decir por la misma causa por la que una manzana cae del árbol por efecto de la gravedad o la luz puede descomponerse en un hermoso arco iris. Sería un hecho no regido por la arbitrariedad (de alguien o de algo) sino un hecho inevitable e intrínseco a la propia naturaleza general.

 Oppenheimer, el gran físico y director civil del Proyecto Manhattan que dio lugar a la bomba atómica, decía que ante nosotros (ahead) en el universo hay un tan enorme y tan vasto futuro de conocimiento que incluso nos resulta imposible concebirlo. Personalmente soy muy consciente de ello, y me gustaría que el lector lo fuera también.

 Piense por un momento en otro lugar espaciotemporal de nuestra historia humana, sitúese en la Edad Media, o en el mundo Grecolatino, y verá algunos de los sueños más locos e inverosímiles que haya podido concebir el ser humano han podido hacerse realidad gracias al lento avance del conocimiento de lo que realmente es y no de lo que parece ser, es decir la doxa.

  

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Pero más (no sé muy bien qué palabra emplear) inquietante y turbador que intentar averiguar si hay vida después de la muerte, mucho más desconcierto y perplejidad me produce intentar explicar y entender qué hacemos en nuestro universo si nos paramos a considerar los parámetros descritos en “El Sueño de Da Ponte” y la apostilla que le sigue.

En la base, en el fundamento, en la raíz de los mismos se encuentra justamente aquello que da lugar al nacimiento de la filosofía y posibilita en definitiva la Ciencia. Es decir, nada absolutamente nada de lo que ocurre en la Naturaleza es el resultado de la acción arbitraria, del capricho o de la voluntad de ningún ente. No existe ninguna entidad, a la que solemos llamar dios, que por obra y capricho de su voluntad haga y deshaga en la naturaleza. En ella, las cosas suceden por que tienen que ocurrir de la misma manera que dos y dos son cuatro (en base diez) o las hojas caen de los árboles (de hoja caduca) en un determinado periodo del año, etc., etc.  

El cometido del intelecto será pues intentar averiguar el porqué de esos aconteceres sin recurrir para ello a substancias ocultas ni a entidades imaginarias que a la manera del Deus ex machina del teatro grecolatino aparecía en escena para resolver una situación aparentemente irresoluble. 

Haciéndolo, resolviendo esos porqués, cimentamos eso que llamamos Ciencia la cual es absolutamente incompatible con cualquier clase de Mito, Superstición, Creencia y, en definitiva, cualquier Religión. 

Al mismo tiempo, decíamos que el ser humano carece de libre albedrío (free will). Y basábamos tal afirmación en las investigaciones que la Neurociencia ha llevado a cabo las cuales han puesto de manifiesto la servidumbre de nuestra Conciencia respecto de las decisiones que toma el cerebro autónomamente. 

Personalmente me cuesta concebir la ausencia de libre albedrío tal y como supongo que le pasa a la mayoría de los lectores. Todos tenemos la impresión de que en el momento de tomar una decisión, en el momento de tener que optar por varias alternativas es nuestra conciencia la que resuelve, la que decide. Quizás en el futuro pueda confirmarse empíricamente esta impresión pero de momento, como ya se ha mencionado anteriormente, lo que se sabe es que primero se produce una actividad cerebral y luego, varios segundos más tarde, ésta se manifiesta como conciencia, con la particularidad añadida de que no hay ningún lugar en el cerebro en el que ésta (la conciencia) se muestre. Es sólo la propiedad emergente de un (sub)sistema. 

En cierta manera podría equipararse a lo que tradicionalmente se ha llamado el alma suponiendo que ésta (la conciencia) pudiera subsistir al margen de un soporte material. 

Pero además del apoyo de la neurociencia para rechazar el libre albedrío está el hecho de que nosotros los humanos también somos naturaleza y por lo tanto estamos sometidos al mismo principio básico del que hablaba arriba: en ella, en la naturaleza nada ocurre como resultado de una acción arbitraria, del capricho o de la voluntad de ningún ente. Los hechos ocurren porque han de ocurrir (y bien lo saben los psiquiatras empeñados en descubrir las razones -la racionalidad- de nuestras acciones por muy disparatadas que éstas sean). 

Durante siglos nos hemos sentido como separados de la naturaleza, y aún hoy estamos acostumbrados a mencionarla como algo distinto a nosotros mismos, los humanos. Sin embargo, tras Darwin y el desarrollo genocientífico posterior resulta absolutamente imposible dejar de aceptar que nosotros también somos naturaleza. Naturaleza en cierta forma al igual que lo es un árbol, una piedra o un chimpancé (a fin de cuentas, moléculas, átomos como nosotros). Pero también en cierta forma diferentes, y mucho, a un árbol, una piedra o un chimpancé conforme a la organización propia de los entes en cuestión. Así pues, iguales pero diversos. 

Cada uno de estos entes, cada una de estas entidades (por usar un lenguaje más asequible y propio de nuestros tiempos) tiene unas características que le son propias. Un telos que diría Aristóteles.

 Ya hemos visto en qué consiste nuestro telos, el telos humano. Éste no es otro que “el Conocimiento, el deseo y la búsqueda del conocimiento“. 

Ignoro por completo hasta dónde y hasta cuándo nos llevará ese conocimiento. Sólo sé que ese saber no sirve para evitar las pulsiones básicas del ser humano; no sirve para conseguir el menor ‘progreso’ moral. Y esto es así porque el Bien y el Mal son parte constitutiva de él mismo; están en su raíz, tal y como lo están en la Naturaleza que antropogénicamente conocemos.  

Entonces, si no somos libres, si esta naturaleza obra conforme a una racionalidad imperativa (como diría Spinoza) la cual incluye radicalmente el Bien y el Mal, entonces ¿qué hacemos aquí, para qué sirve nuestra vida, para qué sirve nuestra muerte? 

Una salida a estas preguntas es la que dio Platón con su existencia de otro mundo verdadero y perfecto en el que residen, entre otros muchos, los eidos del Bien y la Belleza.

 El problema es que liga este mundo con un sistema en el que es fundamental el libre albedrío (free will) de suerte que los procesos de reencarnación previstos en él están vinculados a las acciones -buenas o malas (lo que quiera que ello signifique para Platón)- realizadas por personas que disponen de una libre voluntad. 

El resultado es algo lo más parecido al de cualquier religión, si bien es cierto que en esta concepción no se incluye a ningún dios propiamente dicho, sólo el Ordenador -el Demiurgo- que está muy lejos de ser un dios al uso. 

Sin embargo con anterioridad a Platón ya hubo otros filósofos que apuntaron la posibilidad (más bien habría que decir certeza) de otros mundos, de otro mundo más allá de la muerte.

En concreto Heráclito, en alguno de los fragmentos conservados de su obra, así lo expresa al realizar afirmaciones desprovistas de moralina tales como
“A los hombres les aguarda al morir cuanto no esperan ni creen” o
“Lo mismo vivo y muerto, y despierto y dormido, y joven y viejo: pues estos se transforman en aquellos y aquellos, a la inversa, se transforman en estos”,
y un poco más críptico
“Los inmortales son mortales, y los mortales son inmortales. Los unos viven la muerte de los otros, los otros mueren la vida de los unos”.

 Ni que decir tiene que estas afirmaciones, por mucho que las diga el Gran Heráclito, carecen por completo de validez científica de la misma forma que no la tuvo el Sueño de Da Ponte que mencionábamos al principio. Son, no obstante, significativas en tanto que caracterizan a la realidad como un proceso compuesto de entidades dinámicas en continua interacción; que no está en sí mismo cerrado, como ocurre en Platón, sino que es un proceso abierto e inconcluso por definición.

 Asimismo, Heráclito -pero también Platón- no hacen sino recoger, dar forma, a una creencia popular presente en todas las culturas humanas por la que existe alguna suerte de vida más allá de la muerte. Esta supuesta vida sería la que, de una manera u otra (platónica o heraclitiana), daría sentido a la que conocemos con certeza y en la cual reímos, lloramos, nos horrorizamos, luchamos, etc. tal y como, por ejemplo, ponía de manifiesto Monty Python en The Meaning of Life. Y en el caso de los filósofos, a veces metemos un gol en un partido de fútbol entre pensadores divertidamente interminable (también en Monty Python).

  

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 Respecto de la supervivencia de la conciencia ya comenté más arriba que, de ocurrir, ocurriría de ‘oficio’ es decir “un hecho no regido por la arbitrariedad (de alguien o de algo) sino un hecho inevitable e intrínseco a la propia naturaleza general”. 

En cualquier caso, parece prudente pensar que esa conciencia, una vez muerto el cerebro, una vez cesada su actividad, sería una conciencia no referenciada al mismo, es decir una conciencia en sí. Lo que -en el supuesto de que así ocurriera- se asemeja bastante al concepto de liberación de las filosofías orientales. O dicho a la manera orteguiana, sería una liberación del Yo Circunstancial, es decir del yo ligado al cerebro y a las circunstancias espaciotemporales en las que le ha tocado vivir. 

Naturalmente, todo esto que digo es pura especulación ya que en realidad no tengo ni idea de lo que ocurre al morir. Es tan especulativo -al menos si no más- como postular la existencia del Múltiples Universos, el Multiverso sobre el cual teorizan algunos Físicos, de suerte que ligar una especulación con la otra no sería más que una especulación al cuadrado.  

No obstante, no creo que sea posible cerrar el asunto insinuado arriba ya que el problema de fondo es que las neuronas a su vez están compuestas de moléculas y de átomos, de cuyo comportamiento subatómico aún estamos en mantillas. 

Quizás en el futuro haya quien(es) lo resuelva(n).

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